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Noticias de ayer

Los debates anacrónicos y el oportunismo político inconducente desvían nuestra atención sobre los verdaderos problemas asociados al consumo de sustancias legales e ilegales y las respuestas que construimos como sociedad, y desde el Estado, para abordarlos. Repaso de algunos hechos, y propuestas de cara al futuro.

Por Guadalupe García y Laura Vázquez

Esporádicamente un hecho viralizado, mediatizado, atrae de manera fugaz la atención pública sobre “la cuestión de las drogas”. Sin hacer mucho esfuerzo podemos recrear en nuestra memoria algunos de los episodios dispersos en el tiempo que componen esta serie. Se trata de hechos con mayor o menor nivel de repercusión, con diferentes énfasis, con diferentes consecuencias, con diferentes daños a la población pero que sin embargo disparan un mismo espiral narrativo, repetido una y otra vez.

Invariablemente tras la noticia del episodio y la presentación –según el caso- de avances judiciales y pericias forenses, se suceden innumerables consultas a “especialistas”, indignaciones morales, fingidos “debates”, gritos de panelistas en los que el “flagelo de la droga” es invocado como una amenaza latente para “nuestros” jóvenes, una amenaza que debe ser combatida con toda la fuerza del Estado (aunque con concesiones según la pertenencia de clase, como sabemos la “intromisión” del Estado es valorada desigualmente a medida que ascendemos –o descendemos- en la escala social). Una vez pasada la novedad de la noticia, la preocupación y el interés se extinguen hasta la próxima vez, como si las causas y consecuencias del episodio se desvanecieran con el fin de su enunciación.

En abril de 2016 en el marco de la realización de la fiesta electrónica “Time Warp” en el predio Costa Salguero de la ciudad de Buenos Aires, cinco jóvenes menores de 30 años sin antecedentes de enfermedades previas fallecieron y decenas quedaron hospitalizados. Aunque los resultados de las pericias toxicológicas aún hoy no son concluyentes, la atención se centró inmediatamente en las pastillas denominadas “Superman”, aquellas pastillitas tan chiquititas y tan difíciles de controlar… Resulta evidente que el énfasis sobre la sustancia desvía la atención sobre la ausencia de una respuesta adecuada por parte de la organización del evento, el daño producido por las estrategias de maximización de ganancias (como el alto precio del agua embotellada y el cierre del agua corriente en los baños) y las irregularidades en la concesión del predio por parte del gobierno de la ciudad.

Más cerca en el tiempo, en febrero de este año, más de 20 personas fallecieron y otras 80 fueron hospitalizadas tras consumir clorohidrato de cocaína que había sido mezclado con una sustancia farmacológica opioide de uso veterinario, el carfentanilo. La rápida intervención del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires evitó daños mayores: al emitir una alerta epidemiológica ofreció pautas de acción a los equipos de salud y estableció como prioridad la atención de estas personas en las guardias hospitalarias; simultáneamente reconoció el hecho del consumo como un fenómeno prioritariamente sanitario antes que criminal, alentando a las personas a demandar atención en los efectores de salud. Sin embargo, el foco de la atención mediática nuevamente se colocó en la sustancia química causante del daño: el fentanilo.

Dos cuestiones pueden señalarse a partir de estos episodios y su espiral mediática. Por un lado, podemos ver cómo exponen dolorosamente la materialidad del daño causado por la ilegalización de ciertas sustancias y su consecuente desregulación. Por el otro lado, nos muestran cómo los consumos problemáticos continúan siendo un campo de disputa moral, político e ideológico. Una arena en la que “cuestión de las drogas”, se invoca para construir diferencias y amenazas al orden social, para adherir a posicionamientos morales e ideológicos, para reforzar mecanismos de disciplinamiento, para servir al oportunismo y la mezquindad política. En este movimiento interpretativo, se confunden y banalizan problemas de naturaleza distinta: narcotráfico y consumo; crimen organizado y pobreza; modos de vida juvenil y corrupción se mezclan indistintamente en un discurso cuya coherencia es difícil de apreciar. Entre los embanderados de la lucha contra las sustancias ilegales la indignación moral y el cinismo desplazan a la reflexión y el sentido común.

La reducción de daños como rehén
Durante la última semana, la atención mediática volvió a centrarse en la “cuestión de las drogas” aunque a raíz de un hecho de distinta naturaleza. En este caso no hubo pericias forenses, ni dolorosos testimonios de familiares y “sobrevivientes” sino que el repudio y la indignación fueron disparados a partir de la viralización de un folleto informativo repartido por el municipio de Morón en un festival organizado por la dirección de juventud local. El material da sugerencias sobre cómo proceder y qué precauciones tomar ante el consumo de sustancias psicoactivas legales o ilegales. Cabe recordar que se trata de una intervención realizada en el marco de una estrategia política local aprobada por todos los espacios políticos que conforman el Consejo Deliberante.

Es curioso que un episodio radicalmente distinto -en el que no se registró daño alguno sobre la salud de las personas, ni debieron lamentarse fallecimientos u hospitalizaciones- fuera asociado sin mediaciones a los episodios anteriores y disparara el mismo espiral mediático. Con tan sólo una foto viralizada, extraída del contexto, comenzó el desfile mediático y se dispararon las mismas respuestas, los mismos discursos, las mismas indignaciones, los mismos eslógan y los mismos falsos debates. Rápidamente, con la velocidad de estos tiempos, la intervención fue interpretada como una “apología” al consumo dando inicio a una cruzada moral contra el gobierno local -y también el provincial aunque este caso en particular no lo involucrara. Las acusaciones de incentivar/naturalizar/banalizar el consumo proliferaron y con ellas las evocaciones enardecidas de la amenaza del “flagelo de la droga” para “nuestros” jóvenes y el orden social y moral. Nuevamente los consumos de sustancias son prenda rehén de la mezquindad y utilización política.

Lamentablemente, los términos caricaturescos, previsibles y estereotipados del debate así planteado obturan la posibilidad de darnos una verdadera discusión sobre el problema de los consumos de sustancias y sus posibles abordajes en el marco de sociedades de consumo profundamente desiguales.

Ofrecemos algunos apuntes que permitan resituar nuestra perspectiva y entrever los desafíos implicados en la construcción de políticas atentas a las personas y sus circunstancias de vida.

Crónica de un fracaso anunciado
Resulta casi absurdo recordar, una vez más, que la llamada “Guerra -o Lucha- contra las Drogas” encabezada por los Estados Unidos desde la década del ’70 demostró ser un fracaso rotundo a nivel internacional. En términos geopolíticos ha sido una herramienta de injerencia en América Latina y configuró una economía global del consumo de sustancias que reproduce y profundiza viejas desigualdades.

En términos de seguridad ciudadana, la ilegalización de las sustancias y la respuesta represiva se correspondió con un brutal incremento del crimen organizado, las violencias y homicidios, especialmente en países que la división internacional del trabajo designa como “productores” (o de tránsito).

También han sido infructuosas las modalidades de regulación internacional: la lista de estupefacientes de la ONU de 1961 va corriendo siempre por detrás de la innovación bioquímica. También puede extenderse el fracaso en la protección de la salud de los ciudadanos como lo muestran los dos episodios con los que comenzamos esta nota.

El incremento de las prevalencias del consumo en todo el mundo muestra también la ineficacia de esta respuesta en términos de prevención o reducción del consumo. A su vez, en términos terapéuticos, los abordajes centrados en el castigo, la prohibición y/o la abstención, han probado ser inadecuados como estrategia para el tratamiento de los consumos problemáticos.

Un paréntesis. Tal vez los ganadores de esta guerra son los actores intervinientes en el circuito de lavado de activos (gran parte de ellos, entidades bancarias de países “consumidores”) que han visto incrementadas sus ganancias gracias al billonario mercado ilegalizado de las sustancias psicoactivas.

Los consumos problemáticos como problema socio-sanitario
Enterados de estos fracasos, distintos organismos internacionales, redes de cooperación globales, naciones, asociaciones civiles, organizaciones comunitarias y profesionales, grupos de usuarios, vienen demandando desde hace al menos dos décadas un cambio de enfoque, un viraje necesario que desligue los consumos del campo de la seguridad y la intervención penal y priorice una perspectiva atenta a los sujetos y sus circunstancias de vida y centrada en los procesos de protección social antes que en el castigo.

Ciertamente, en nuestro país se ha desarrollado un corpus normativo orientado a la protección de las personas y al establecimiento de un marco para la atención de los problemas vinculados al consumo.

La Ley de Salud Mental (26.657) de 2010, entre otras cuestiones, inscribe los consumos problemáticos en el campo de la salud, reconociendo simultáneamente su dimensión histórica, socio-económica, cultural, biológica y psicológica. A su vez, por medio del decreto 48 del año 2014, se desvinculó la intervención en materia de seguridad de la definición de políticas para la prevención y la atención de los consumos. La Ley IACOP (26.934) también del año 2014, establece pautas para la implementación de un abordaje integral de los consumos problemáticos incluyendo no sólo la intervención de agentes sanitarios, sino también educativos, laborales, culturales, entre otros.

Por otra parte, desde la reglamentación en el 2020 de la Ley de Cannabis Medicinal (27.350), se han desarrollado iniciativas como el REPROCANN (Registro Nacional de personas autorizadas al cultivo controlado con fines medicinales y/o terapéuticos) que reduce la criminalización del consumo de cannabis, al menos entre las personas que cumplen con los requisitos del programa y logran acceder a inscribirse en el registro.

Sin embargo estos avances coexisten con una enorme deuda en términos normativos: la reforma de la ley de Estupefacientes (23.737) de 1989. En tanto la ley define al consumo como delito y al tratamiento como castigo, su incomprensible vigencia (aunque con algunas modificaciones) abre a la intervención arbitraria de fuerzas de seguridad e instituciones jurídicas. Por otra parte, sostiene un vetusto marco de referencia para la actuación frente al crimen organizado y el narcotráfico, sin realizar las imprescindibles actualizaciones y adaptaciones al mundo contemporáneo.

La reducción de daños, una estrategia posible
Las políticas llamadas “de reducción de daños” no constituyen ninguna novedad y están ampliamente extendidas. Sus orígenes, en términos generales, pueden rastrearse a fines de los años 80, cuando -ante la necesidad de intervenir frente al incremento de la prevalencia de VIH-Sida en usuarios de drogas inyectables- organizaciones comunitarias, estados locales o incluso servicios de salud, pusieron en juego diferentes iniciativas de reparto de jeringas descartables e información. Se trataba de una estrategia que reconocía la existencia del consumo de sustancias por vía endovenosa y procuraba reducir la exposición de quienes consumían a una enfermedad en ese entonces con pronóstico letal.

Desde entonces, las políticas de “reducción de daños” han adquirido una enorme variabilidad en los diferentes contextos y han puesto a prueba la creatividad de legisladores, equipos de salud, asociaciones civiles e incluso de grupos de usuarios. En países tan disímiles como España, Portugal, Bélgica, Brasil, Uruguay o la India –por sólo nombrar algunos- se han adoptado medidas en este sentido que pueden implicar desde el trabajo territorial con grupos específicos hasta la reforma de leyes y marcos normativos. En estos contextos estas iniciativas han probado ser eficaces tanto en la reducción de los índices de criminalidad, como en la reducción del estigma y de daños físicos asociados al consumo.

Ciertamente dentro del término “reducción de daños” pueden inscribirse un conjunto enorme de prácticas y posibilidades. Reparto de jeringas, reparto de agua en fiestas electrónicas, estrategias de comunicación y difusión de información, tips y sugerencias, análisis de pastillas en eventos masivos. También el trabajo territorial y de asistencia en el que se ofrece un lugar transitorio para descansar, comer e higienizarse, entendiendo que en ese tránsito pueden generarse las aperturas que viabilizan una intervención terapéutica. En nuestro país asociaciones civiles, organizaciones comunitarias, grupos de la iglesia y gobiernos locales despliegan (algunos desde hace décadas) estrategias que de un modo u otro pueden incluirse en esta perspectiva. A pesar de la gran heterogeneidad, estas prácticas tienen en común el hecho de aceptar la existencia del consumo de sustancias y los ocasionales daños que puede causar y proponer como acción inmediata de protección el fortalecimiento de las prácticas de cuidado de las personas y grupos.

Este tipo de intervenciones no son totalizantes, ni vienen enlatadas, se trata, más bien, de una estrategia que puede tomar diversas formas y modalidades según el grupo al que se dirija y el tiempo y espacio en el que se implemente (una fiesta electrónica, la escuela, una plaza, un recital, una campaña de difusión, un barrio, un tratamiento, etc.). Una estrategia situada y orientada que además requiere ser articulada con otras intervenciones y acciones, el fortalecimiento de las redes de atención y la oferta terapéutica, la promoción de espacios recreativos, culturales y deportivos, la apertura de las posibilidades de formación, el desarrollo de habilidades laborales y el acceso al mercado laboral son sólo algunas de las que podemos mencionar.

La flexibilidad y variabilidad de las estrategias de reducción de daños se corresponde con el reconocimiento de las múltiples modalidades en las que se produce el consumo. Con fines recreativos, terapéuticos, religiosos, compulsivos, sociales y/o culturales los seres humanos hacemos uso –episódico o crónico- de sustancias por motivaciones y razones muy diversas a lo largo del tiempo, el espacio y las biografías.

Insistir en la prohibición y erradicación de una práctica que puede ser al mismo tiempo fuente daño y placer, una práctica constante en la historia de la humanidad, nos coloca en un callejón sin salida, un recorrido cuyo fracaso ya es ampliamente reconocido. Colocando como meta la abstinencia, se deja afuera a una enorme cantidad de personas que no puede alcanzarla o simplemente no desea esa meta para sus vidas. Por el contrario, si reconocemos el potencial daño que puede causar el consumo de determinadas sustancias legales o ilegales y proponemos acciones inmediatas para remediarlo, prevenirlo o aliviarlo, podemos contribuir al desarrollo de sujetos y grupos capaces de protegerse y llevar adelante estrategias individuales y colectivas de cuidado.

Hacia adelante, desafíos que esperan
Los debates anacrónicos y el oportunismo político inconducente desvían nuestra atención de los verdaderos problemas asociados al consumo de sustancias legales e ilegales y las respuestas que construimos para abordarlos. Más arriba fueron planteados los desafíos que aguardan en materia legislativa. Sin duda, la accesibilidad a los tratamientos, la integración de actores en los territorios, la construcción y fortalecimiento de espacios de cuidado y protección social, la apertura de posibilidades educativas, recreativas y laborales y el desarrollo de prácticas basadas en la solidaridad y la empatía, son tan sólo algunos de los otros problemas que son enfrentados cotidianamente por equipos de gestión, agentes territoriales y socio-sanitarios, organizaciones comunitarias, personas que consumen y sus redes de referencia. Problemas y desafíos cotidianos y complejos pero que sin embargo permanecen invisibles a la utilización política e ideológica de “la cuestión de las drogas”.

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