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El orden y la democracia

Autores: Ricardo Dios y Mariano Abrevaya Dios.

Foto: Damián Neustadt

La represión que el gobierno neoliberal de la Alianza ejecutó aquel 20 de diciembre de 2001 en la Plaza de Mayo y los alrededores dejó, como se sabe, cinco fusilados. Aparte, en un hecho inédito en nuestra historia, durante la mañana la policía montada había avanzado sobre un grupo de Madres de Plaza de Mayo y sus colaboradores. Las imágenes de los jóvenes sin vida sobre el asfalto dieron la vuelta al mundo y la Argentina se desvanecía en la más profunda de sus crisis, producto de una política económica puesta al servicio de los sectores de privilegio y el capital extranjero. Con el poder político huyendo por el aire, la represión fue la única respuesta institucional que aquel gobierno encontró para gestionar la conflictividad y el descontento social.

Todavía hoy seguimos lamentando, como sociedad, aquellas jornadas represivas, que a lo largo de dos jornadas, y a nivel nacional, dejaron la cifra de 39 muertos en todo el país. La Cámara de Casación Penal confirmó hace solo unos días las condenas que en 2006 recibieron el ex secretario de Seguridad Enrique Mathov, a 4 años y 3 meses de prisión efectiva, y al ex jefe de la Policía Federal Rubén Santos, a 3 años y 6 meses, por homicidio culposo de tres personas. 

Lo sabemos: si la justicia es lenta –tan lenta-, no es justicia.

Aquel día observamos atónitos el accionar de una policía desencajada, desatada. Una Policía Federal en cuyos oídos retumbaba la palabra orden, el mismo orden que había nacido de la cultura oligárquica, conservadora: lo que debía estar en orden eran los privilegios de los sectores pudientes. Un orden que no tenía que ver con los tiempos democráticos, sino mas bien los de los gobiernos de facto, las dictaduras cívico y militares que tanto daño le hicieron a nuestro país. 

¿Qué orden resguardaban las fuerzas de seguridad en aquel diciembre del 2001? ¿El financiero? ¿El de los bancos? ¿El de los organismos de crédito? Si defendían la democracia, lograron lo contrario: que asuman presidentes que no habían sido votados. Los muertos aceleraron la caída de La Alianza. Nunca sabremos bien cuál era la orden (otra vez la misma palabra). ¿Matar? ¿Disuadir? 

De este tipo de interrogantes, que nos hacemos nosotros, que se hacen muchos, surge un asunto central: ¿cómo se gobierna la seguridad?

Al actual ministro del Interior, Eduardo “Wado” De Pedro, aquel 20 de diciembre, en los alrededores de la Plaza, le pegaron, lo torturaron con electricidad, se lo llevaron detenido, casi lo secuestran. ¿Lo iban a desparecer? ¿Quién decidía eso?, nos preguntamos, y se nos viene a la cabeza el dicho que dice: “o gobernás, o te gobiernan”. 

La democracia, novata, hasta ese momento, solo había rozado a las fuerzas de seguridad. La obsesión eran las Fuerzas Armadas. Teníamos leyes de la democracia, sí, como la ley de Seguridad Interior, de 1991, y también, aunque suene insólito, desde unos días antes del estallido, la Ley de Inteligencia de la Democracia, sancionada el 27 de noviembre y promulgada el 6 de diciembre de aquel año. Es paradójico: un país al borde del estallido había logrado consensos fundacionales, consensos que hoy, en una sociedad más pacificada, cuesta tanto encontrar.

Entonces, había leyes de la democracia, pero no aplicación democrática. La Policía Federal era la fuerza del choque y del orden, dominada por comisarios que de jóvenes torturaban gente en los calabozos de la dictadura genocida, y que lo seguirían haciendo por mucho tiempo más. Venía suelta esa policía, ya sin los edictos, pero con un control territorial abrumador. Formados para despreciar a las organizaciones y militantes políticos, aislados en sus universos educativos y laborales, eran extranjeros en un país que también era el suyo. Reguladores del delito y del control del espacio público. El desorden, entonces, se reprimía. Gestionaban la violencia pero no los conflictos.

Kosteky y Santillan serían víctimas del mismo pelaje, la misma lógica.

Néstor Kirchner sabía todo eso y al asumir tomó una medida que el peronismo moderno debe colgarse como una medalla de oro: los conflictos sociales no se reprimen, se gestionan. Más allá de las idas y vueltas sobre las políticas de seguridad, esa decisión simbólica y conceptual, transformó la mirada de las policías sobre las conflictividades políticas y sociales. Jóvenes nacidos en democracia comenzaron a formarse en las escuelas de policía en otro paradigma, con numerosas tensiones y resistencias culturales, por supuesto. Ya sea por convicción o por pragmatismo, la represión ya no es elegida como la principal herramienta de respuesta. Caen gobiernos por la represión, porque reprimir es una muestra de debilidad. En ese punto, algo hemos ganado.

El 10 de diciembre de 2010, el gobierno popular de Cristina Fernández de Kirchner tomaría una decisión histórica: la creación del Ministerio de Seguridad de la Nación. Esa agenda, esa conflictividad –que por aquellas horas se expresaba con crudeza en la toma de tierras del Parque Indoamericano, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires- ameritaba un rango y presupuesto ministerial, una agenda, políticas públicas, y funcionarios y funcionarias dispuestas a hacer patria. Gobernar la seguridad y no que te la gobiernen. 

Desde diciembre de 2001 hasta ahora seguimos observando números hechos de represión policial, en especial en manos de la entonces Policía Metropolitana y hoy Policía de la Ciudad, que nació con algunos de los ex comisarios de la Policía Federal y también la Bonaerense que habían sido removidos por Kirchner en una purga de 2004.  Una nueva pero vieja policía que perdió la oportunidad histórica que le presentó la historia.

Uno de los episodios más recordados fue la represión, en 2013, en el Hospital Borda, o las dos que se realizaron en el teatro San Martín, un mes antes, o la cacería que la policía local emprendió en contra de un grupo de mujeres luego de una marcha por el 8 de marzo, en 2017, en el Plaza de Mayo, y al poco tiempo, en la misma zona, una nueva represión, cacería y hasta armado de causas, luego de una masiva protesta al cumplirse un mes de la desaparición de Santiago Maldonado.

Muchos recordamos las aciagas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, cuando vimos azorados la represión que desplegó Alianza Cambiemos, por medio de fuerzas federales y la policía local, en los alrededores del Congreso, ante la protesta masiva de distintas organizaciones políticas, sociales y sindicales contra el intento del gobierno de avanzar con una reforma previsional.

Ninguna de esas respuestas a la conflictividad social tienen que ver con una política de Seguridad Democrática. Tampoco los casos de gatillo fácil, torturas y hacinamiento en las comisarías que terminan en tragedias. La democracia sigue teniendo una dolorosa deuda con la sociedad en relación a la violencia institucional, que más temprano que tarde debemos resolver. No podemos permitir que sigan sucediendo hechos tan condenables como evitables, como el asesinato de Lucas González, quien fue asesinado por integrantes de una brigada de la policía porteña, o Luciano Olivera, un pibe de dieciséis años, también hace pocos días, fusilado por un integrante de la Policía Bonaerense porque no se detuvo con su motito en un control policial. 

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